jueves, 22 de febrero de 2018

ESCRITURA FUGAZ

(Aclaración: la fecha que aparece arriba es la fecha de creación de este espacio, no de la última actualización, las actualizaciones siguen realizándose hasta el presente)


La sorprendida.

La vida nos sorprende constantemente, a veces de la peor manera; así, por ejemplo, nos sorprende la muerte, como a mi tía: cuando su cuerpo murió, ella estaba en el cajón con los ojos cerrados, obviamente, las cejas elevadas y el mentón hacia abajo sin llegar abrir la boca, yo, sorprendido por esa gestualidad, pregunté por qué tenía esa cara y mi abuela, que estaba apoyada en el cajón a la altura del abdomen de la difunta tomándole las manos, me respondió: ¿No ves?, está asombrada, tiene cara de sorprendida porque no esperaba morir.



Botiquines.

Soy lo que podría definirse como un curioso de mierda.
Desde muy chico tengo un vicio, una costumbre que pongo en práctica cada vez que visito casas ajenas. Me gusta revisar los baños.
Cuando era chico, cada vez que iba a visitar alguna familia amiga de mis papás o familiares, llegábamos, nos sentábamos alrededor de una mesa o en un linving, esperaba que alguien hiciera algún chiste, cuando todos se reían yo miraba fijo a los ojos al dueño de casa, levantaba una mano como pidiendo la palabra, cuando el dueño de casa hacía contacto visual conmigo, yo le preguntaba: ¿Puedo pasar al baño?, el dueño de casa me decía: , y me señalaba el camino que me conducía al baño; yo me levantaba de la silla o del sillón en el que estaba sentado y comenzaba a caminar, por lo general transitaba un pasillo angosto, cargado de adrenalina, mi corazón se aceleraba a medida que me acercaba a la puerta del baño, cuando estaba frente a la puerta, tomaba el picaporte, abría, encendía la luz y para mí se abría un universo.
Antes de entrar, miro qué muebles tiene, mi mueble favorito hasta el día de hoy sigue siendo ese botiquín de acero inoxidable, con tres puertas, una en el centro y una a cada lado, con espejos; observo si hay otros muebles con cajones y puertas sino mi actividad no tiene sentido, me gusta abrir, observar qué hay en el interior y cerrar.
Una vez que hago esa observación rápida, entro y cierro la puerta, coloco llave, si no hay llave seguramente hay un pasador o esos objetos en madera o goma que traban las puertas por la parte de abajo para impedir que se cierren, yo las uso para impedir que se abran, y si no hay llave ni pasador ni otra manera de asegurar la puerta… la situación se torna más adrenalínica porque es más factible que entren y me descubran con las manos en la masa. Una vez adentro, ya con la puerta cerrada, uso el inodoro, termino, no presiono el botón, me lavo las manos, me seco y comienzo con mi tarea de abrir, observar minuciosamente los objetos  y cerrar, muy rara vez saco algo de lugar, especialmente perfumes, en esos casos envuelvo mi mano derecha con una toalla, tomo muy fuerte el frasco, lo abro, huelo e intento adivinar qué persona que vive en esa casa tenía ese olor cuando llegué y saludé, porque eso es otra cosa que hago, huelo a la gente cuando saludo.
No robo nada, todo queda en su lugar. Cuando termino mi labor, tomo un trozo de papel higiénico, limpio las posibles zonas en las que puedo haber dejado manchas, hago un bollito el papel, lo tiro al inodoro y recién ahí presiono el botón del inodoro.
En más de una oportunidad me descubrieron en plena acción, todo por tener esas puertas sin seguridad, recuerdo sobretodo una situación en la que entró el dueño del departamento, quedó parado cuando me vio, yo lo miré, él me preguntó en voz baja y un tanto molesto: ¿Qué hacés?, yo le respondí: Nada, miro y seguí mirando lo que había en el botiquín; me dijo con el mismo tono: ¡Salís ya!  Yo… cerré la puerta del mueble, corté un trozo de papel higiénico, limpié las zonas del botiquín que podrían haber quedado marcadas con mis dedos, tiré el papel en el inodoro, presioné el botón, caminé hacia la puerta, el señor dueño de casa seguía parado con los ojos abiertos de manera exagerada, me acerqué a la puerta, en ningún momento dejé de mirarlo a los ojos, salí, cuando ya estaba en el pasillo nos seguíamos mirando hasta que él entró y cerró la puerta. En ese momento me di cuenta que yo había perdido el pudor.




Mi primer viaje a la playa.

“Uno tiene que vivir y morir en el mismo lugar en el que nace”, ese es el pensamiento de la mayoría de las personas que viven en el Ingenio La Florida, un pueblo en el que me crié y viví durante muchos años, está ubicado en la zona este de Tucumán; yo, personalmente, no comparto en absoluto esa forma de pensar. Mi mamá y mi papá, seguramente influenciados por ese pensamiento, no nos habían acostumbrado a salir de vacaciones, las pocas veces que salíamos íbamos a alguna localidad turística tucumana o bien a alguna provincia limítrofe pero no más lejos.
En el 88, yo tenía 9… 10 años, iba a 4to. grado de la primaria en una escuela pública, ahí hice mi primer viaje sin mi mamá ni mi papá.
Por esa época yo miraba mucha televisión, me acuerdo que, durante las vacaciones de verano, a la siesta, me armaba un sanguchito de queso con pan de la panadería La Perla y mayonesa Rik, que todavía venía en frasco de vidrio, y me sentaba a mirar televisión, veía esos programas de Buenos Aires en los que se mostraban las playas con gente sonriendo, disfrutando del sol pero con mucho viento, un viento que les golpeaba la cara y les movía el pelo, eso me gustaba, a mí no me gusta el sol pero el viento me encanta, era un paisaje muy distinto al que yo tenía todos los días. Soñaba con conocer la playa, el mar, sentir el viento en la cara. Esas imágenes se mezclaban con las que veía en El Chavo del 8 y El Chapulín Colorado, cuando los personajes se iban de vacaciones y visitaban alguna playa mexicana con ese mar de agua turquesa y transparente; con todo esto mi imaginario sobre las playas se hacía cada vez más grande y mi deseo de conocer un lugar así era como una bola enorme que cada vez se alejaba más, eran épocas de Alfonsín y mi familia no estaba bien económicamente, entonces mi sueño se hacía cada vez más inalcanzable.
Un día, la oportunidad de conocer el mar vino de parte de la persona menos esperada. El año que viajé por primera vez sin mi mamá ni mi papá lo hice a fines de noviembre y comienzos de diciembre,  a mediados de ese año, una noche muy fría golpearon las manos en la vereda de mi casa, mi papá se acercó a una de las ventanas que daban a la calle, miró, saludó, se dio vuelta y nos dijo: Es la señorita P. Guardia. La señorita P. Guardia era una de esas maestras que en los pueblos forman una especie de ejercito de maestras que, por el sólo hecho de ser maestras, tienen ganado el respeto de todos los vecinos; a ella me unía un sentimiento particular, mutuo, y no teníamos reparo en demostrarlo cada vez que nos cruzábamos, yo la detestaba y ella sentía un profundo rechazo hacia mí; afortunadamente no llegó a ser mi maestra pero sí había sido maestra de mi hermano mayor, cuando él estaba en 1er grado, ahí ella se enamoró de él entonces, cada vez que nos veía a los dos juntos, en los recreos o en las veredas del pueblo, se hacía mucho más evidente el cariño que sentía por mi hermano y el rechazo que sentía por mí.
Esa noche fría ella entró a mi casa, petiza, con cara de ratón, altanera, soberbia, yo me había hecho la película que ella era una mujer amargada porque soñaba con ser directora de alguna escuela o supervisora; se sentaron y yo me senté con ellos para escuchar la charla, seguramente puse los brazos sobre la mesa y la cabeza sobre las manos, porque así me sentaba cuando era chico. En un momento, la señorita P. Guardia cambia el tema de conversación y lleva a charla hacia el lado que ella quería, para desembocar en lo que la había llevado a visitarnos y dice que, cómo nosotros sabíamos, ella, además de enseñar en la escuela del pueblo, daba clases en una escuela de la ciudad, que estaba a cargo de 7mo grado y que sus alumnos iban a realizar un viaje de egresados a la playa pero que no llegaban a cubrir el cupo mínimo necesario para poder pagar el monto que la empresa les cobraba por el viaje, entonces ella había decidido invitar al viaje a los hijos de las familias que ella consideraba amigas porque eran personas de bien, confiables y que iban a confiarle el cuidado de sus hijos. Mi mamá y mi papá nos preguntaron a mi hermano mayor y a mí si queríamos hacer ese viaje y respondimos que sí.
Desde esa noche hasta el momento del viaje me dediqué a ahorrar en secreto, a mí mamá, no sé por qué motivo, no le gustaba que ahorre, cada vez que descubría que yo ahorraba me exigía que gaste ese dinero, recién cuando me quedaba sin plata ella me volvía a dar más, por eso había decidido ahorrar en secreto.
Llegó el momento del viaje, me habían comprado ropa para la playa y una gorra gorra amarilla que me gustaba mucho; antes de subir al colectivo, mi mamá y mi papá nos dieron algo de plata a mi hermano, algo a mí, y un poco más a la señorita P. para que nos la cuide y nos dé en ocasiones especiales. Yo había logrado ahorrar casi el mismo monto que nos habían dado y me había propuesto no dirigirle la palabra a la señorita en todo el viaje, convencido que no iba a necesitar pedirle ni un centavo de lo que me correspondía.
Emprendimos el viaje, yo iba sentado con mi gorra amarilla; cuando estábamos en la ruta abrí decenas de veces la ventanilla, sacaba la cabeza, sentía el viento golpeándome la cara, cerraba los ojos, me acordaba de esa gente en la playa que veía en televisión y me ponía feliz de saber que en pocas horas yo iba a estar ahí. Cada vez que sacaba la cabeza por la ventanilla, la señorita P. me retaba, yo no le hacía caso hasta que en un momento se acerca y me obliga a sentarme apretándome con fuerza el hombro diciéndome: Diego te sentás y cerrás la ventanilla ¡ya!; yo me senté, cerré la ventanilla y la vi como se alejaba, cuando se sentó en su asiento me paré rápido, abrí la ventanilla, cuando estaba sacando la cabeza golpee la visera de la gorra con la ventanilla, el viento me golpeó con fuerza y me voló la gorra, miré para atrás y vi la gorra rodando en la ruta, los alumnos egresados que iban en el colectivo comenzaron a gritarle al chofer que paré para que baje a buscar la gorra, la señorita Patricia miró, cuando descubrió que yo era la víctima ordenó al chofer que no se detenga. Continuamos el viaje, yo sentado, triste.
Horas después, los chicos comienzan a gritar que miremos el mar, me paré y, sin abrir la ventanilla, vi a lo lejos una masa enorme de agua que se movía, ahí empecé a recuperar la sonrisa. En un momento nos detuvimos, había policías y c una caravana larga de autos, uno de esos autos se detuvo frente a la ventanilla donde yo estaba parado, adentro de ese auto estaba Alfonsín, yo sentí mucha alegría de verlo, si bien mi familia no es radical, es más bien peronista, pero yo sentía mucha alegría de tener frente a mí a un presidente de la nación.
Finalmente llegamos a destino, el hotel Alfonsina Storni en Chapadmalal, dejamos el equipaje y fuimos a conocer el mar, a medida que nos acercábamos sentía con más fuerza el viento en la cara; me paré en la playa a escuchar el sonido del mar, miré y había mucha basura; me acerqué al mar, el agua estaba sucia, fría, la probé, era muy salada… una desilusión enorme.
Así, cargando esa desilusión, regresamos al hotel; cuando llegamos descubrí que el hotel estaba formado por bloques y que cada bloque tenía tiendas en la planta baja, en una vendían gorras, me acerqué y vi, a través de la vidriera porque ya estaba cerrado, que había una gorra amarilla muy parecida a la que yo había dejado en la ruta. Al día siguiente me levanté temprano, fui corriendo a la tienda, me probé la gorra, volví corriendo al hotel, entré a la habitación, saqué parte de la plata que había ahorrado y fui a comprar la gorra; cuando llegué, la señora que atendía me reconoció, me dio la gorra, le pagué, miró los billetes, me miró y me dijo: Sos de Tucumán; yo le dije que sí; ella miró los billetes, otra vez, y me dijo: Estos billetes no sirven acá; traté de explicarle que hacía meses venía ahorrando pero ella me interrumpió diciéndome que la plata que yo le había dado sólo tenía valor en mi provincia; era esa época en la que las provincias emitían bonos de cancelación de deudas y yo había ahorrado Bocade, los bonos que se emitían en Tucumán. Inmediatamente entendí que no iba a poder usar ni un centavo de lo que había ahorrado en secreto y que mi deseo de no pedirle plata a la señorita P. estaba en peligro. Tomé los billetes y me fui llorando, sin hacer escándalos hice un bollito con los billetes y lo apreté fuerte para que nadie lo viera.
Cuando llegué a la puerta de la habitación mi hermano estaba parado en el pasillo con un chico que era del grupo de los invitados al viaje, antes vivía en nuestro pueblo pero su papá se había transformado en un famoso gremialista de la industria azucarera y se habían mudado a la ciudad; él y mi hermano eran de los preferidos de la señorita P.. Le conté a mi hermano lo que me había pasado con la plata, el gordo, hijo del gremialista, cuyo nombre no sé hasta el día de hoy, comenzó a reírse, yo lloraba y él se burlaba mientras me golpeaba diciéndome: ¡Qué boludo!, ¡qué boludo!. Entré a la habitación, agarré un frasco de desodorante que decía Paco con letras rojas, salí, el gordo seguía riéndose, le apunté con el desodorante a los ojos y apreté, dio un grito fuerte y se tapó los ojos con las manos mientras se dejaba caer al piso, empezó a rodar por el pasillo y gritaba llamando a la señorita P. que no tardó en llegar, lo vio al gordo rodando y gritando que se iba a quedar ciego, se arrodilló en el piso, le agarró la cabeza y la apoyó en sus piernas, nos preguntó que había pasado, el gordo respondió nombrando algo que mi hermano y yo no conocíamos; ella insistía preguntando qué había pasado, él, sin sacarse las manos de los ojos, en un tucumano indiscutible dijo: Me ha echao gas pimienta; con mi hermano nos miramos, la señorita me vio el desodorante en la mano y  se transformó, parecía poseída, yo le dije que le había tirado desodorante en los ojos, no eso que él decía, ella comenzó a gritarme, mi hermano le explicaba diciendo que yo sólo me había defendido, el gordo insistía con la idea que iba a quedar ciego. Entré a la habitación.
Minutos más tarde golpearon la puerta, era otra maestra que venía a preguntarme qué había pasado, le conté, me abrazó y salió; al rato volvió, me cambió los billetes, yo le di mis bonos y ella me dio Australes, billetes que sí podía usar.
No me compré la gorra, me compré una billetera amarilla.
Cuando regresamos a Tucumán, mi papá fue a esperarnos en un Ford Falcon que teníamos; llegamos a mi casa, mi mamá nos esperaba en la puerta, nos bajamos del auto, ella lloraba porque decía que nos veía muy flaquitos.
No volví más a la playa, a ninguna playa. Hoy, mi lugar favorito de la Argentina es el Glaciar Perito Moreno. Hace un par de años que vivo en Buenos Aires, muchas veces me dan ganas de volver a ese pueblo donde todavía viven mi mamá y mi papá; me vienen muchas ganas de abrazarlos, hace mucho que no los veo.



Apodos.

Conozco a un hombre que vive en el Ingenio La Florida, delgado, le gusta andar en bicicleta, tuvo la fortuna de tener canas recién cuando tenía cincuenta y varios años; tiempo atrás solía ser muy ocurrente para apodar a la gente, así bautizó de Pelota con lengua a un joven que fue novio de una ex novia de su hijo, Zapallo con peluca a una porteña que se mudó al pueblo y Pinguda a una vecina que luego se fue del barrio. Esta última ni las otras personas supieron de sus apodos.



Domingos.

Cuando era niño supe ser monaguillo, no sólo asistía al cura en las misas que daba en la iglesia del pueblo sino también en las de pueblos aledaños; realizábamos una especie de gira católica subidos a un auto cuya marca, modelo ni color recuerdo. Un domingo, cuando ya había terminado la misa, un vecino se acercó a contarnos que, hacía apenas un rato, mi abuelo había fallecido; eran de esos días en los que las hojas de los árboles anuncian la llegada del otoño. Mi vecino dijo “fallecido” y no “muerto”, tal vez porque morir es más duro que fallecer.  



Chichí.

Mi tía Chichí era un ser especial, no le gustaba que la tilden de  "inocente", se molestaba y no lo ocultaba; por esas cosas de la vida mi abuelo y mi abuela la habían criado como si fuese esquizofrénica pero no era esquizofrénica; cuando ya había pasado los sesenta años, una tarde me dijo: Yo nunca he cumplido quince años, nunca he tenido quince, intenté hacerle entender que eso era imposible pero insistió, estuve meses sin saber por qué sostenía tal idea hasta que mi mamá, con la sensibilidad que sólo se tiene entre hermanas, descubrió que a lo que en realidad se refería era a que nunca, a lo largo de sus más de sesenta años, había festejado ni un sólo cumpleaños y menos aún había bailado el vals de los quince.



El vecino valiente y el vecino cobarde.

Tengo dos vecinos en el mismo piso en el que vivo, son muy diferentes, uno es alto, el otro bajo; uno tiene el pelo negro, el otro castaño; uno prefiere el vintage y la ropa heredada de su abuelo, el otro viste a la moda; uno es valiente y el otro cobarde; pero tienen algo en común: ambos son suicidas. El vecino suicida valiente, como buen suicida, no expresa ni una palabra sobre los actos que va a cometer para morir; el cobarde, en cambio, anuncia con bombos y platillos cada vez que va a realizar una acción que, supuestamente, va a poner en extremo peligro su vida. El vecino suicida valiente, entre otras cosas, ha ingerido decenas de pastillas, ha colgado una soga a un árbol, abrió la llave del gas y metió la cabeza en el horno, se ha arrojado desde un puente al río con pesas en los tobillos; en cada oportunidad fue salvado. Ayer, el vecino suicida cobarde, en su última hazaña por quitarse la vida, se dirigió a la ferretería del barrio, compró una pistola encoladora, abrió el paquete, sacó la pistola y apuntándose la frente se despidió con lágrimas en los ojos del dueño de la ferretería  y de cada vecino y vecina que se cruzó al volver a su casa. Anoche, salió de bañarse y se dispuso a arreglar el tapizado de un sillón,  mojado, enchufó la pistola encoladora para emprender la tarea; desde hace unas horas está internado en el hospital. Cabe destacar que no tiene obra social.



El reloj mejor guardado.

Ella tuvo tuberculosis, estuvo internada en dos oportunidades; contrajo la enfermedad por no ser una diabética ejemplar como sí lo fue su hermana; la hermana estaba casada con un señor petiso, morocho, de piernas chuecas, exagerado para hablar; este señor era infiel. Él murió primero, su esposa años después. La mujer que tuvo tuberculosis aún conserva en un cajón de su habitación el reloj que la hermana diabética ejemplar hurtó de su marido. El día del hurto, seguramente, el marido infiel llegó tarde a la cita con su amante.



Lita y Nora.

LITA: ¿Sabías que ya encontraron a Santiago?
NORA: Sí, qué extraño, ¿no?. ¡Cuánto dolor!.
LITA: ¿Qué extraños qué?
NORA: Dicen que es imposible que un cuerpo pueda estar en el estado en el que encontraron el cuerpo, con tantas semanas en un río se le hubieran desprendido algunos miembros.
LITA: Pero es agua fría. Pensá en Walt Disney –ríe a carcajadas. Gira sobre sí misma y se convierte en un cactus enterrado en un maceta hecha con cáscara de calabaza.





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